¿ En la periferia emocional ?

 

La ciudad nos impone un ritmo de vida trepidante: nos obliga a vivir a caballo entre el “ser” y el “desear”. Nos movemos constantemente impulsados por un deseo que nos incita a traspasar límites. En la mayoría de los casos, creemos superar barreras que durante siglos sólo han existido en la mente del ser humano, pero que hemos visualizado como reales. Hemos logrado un objetivo: convertirnos en arquitectos de sueños. Y es ese proceso de construcción el que nos permite esculpir una nueva identidad: democrática, cosmopolita y, ante todo, veloz.
Desde que Aristóteles definiera el concepto de ciudad como núcleo plural, el ser humano ha ido desarrollando un sinfín de mecanismos distintos con el objetivo de ser aceptado por la colectividad; confiando, de esta manera, en que el ideal de felicidad dejaría de ser una mera utopía. Cada día, la urbe nos propone nuevos retos: Tecnología, sanidad, cultura, comunicación, velocidad… Metas con las que soñamos a diario y que nos ayudan a afianzar nuestra propia identidad como integrantes del espacio urbano. Creemos en lo que somos porque creemos en lo que podemos llegar a ser.


Con el transcurso de los años, hemos convertido nuestras ciudades en espacios desde los que dibujamos nuestros proyectos y cada uno de nuestros anhelos más íntimos. Pensamos, con demasiada frecuencia, que si algo es bueno para nosotros también lo será para el resto de los seres humanos. Pero, en este avance vertiginoso, a veces, olvidamos que desconocemos a esos individuos que forman parte de aquel ideal colectivo que soñamos. ¿Mantenemos algún vínculo con ellos? ¿ Nuestro sueño plural ha dado paso a un individualismo feroz? ¿Qué define, entonces, nuestra identidad como ser humano?


Si nuestros antepasados habitasen hoy las ciudades no sabrían utilizar el móvil ni Internet. Probablemente muchos de ellos no sabrían interpretar un plano de carreteras, ni subir al metro o facturar en un aeropuerto. Indudablemente, el avance tecnológico ha mejorado nuestras vidas. Hemos inventado un nuevo concepto de ciudad y podemos decir, con satisfacción, que hemos evolucionado. Pero, quizás, también haya llegado el momento de tomar un respiro, de mirar atrás y pensar en aquello que hemos abandonado en nuestra aventura. Como diría Erich Fromm en su libro El arte de amar, vivimos con la obsesión de ser rescatados de la soledad, aunque para ello tengamos que sacrificar nuestros propios sentimientos, nuestra propia percepción del mundo; en definitiva, nuestra propia identidad. Pero es posible que aún estemos a tiempo de construir lazos auténticos y de cuidar nuestros huertos. Tal vez, entonces, dejaremos de ser arquitectos de sueños. Dejaremos de vivir en ciudades habitadas por soledades compartidas, por pequeñas parcelas de aquello que anhelamos ser. Podremos reinventar una nueva urbe que se nutra de sentimientos individuales, de experiencias vitales, de nuestra necesidad de ser, simplemente, seres humanos.


Ángela María Ramos Nieto. Departamento de Lengua castellana y Literatura

 

 

Amor: Querer, enamorarse y amar.

 

La primera definición de la palabra amor, cuya etimología es latina, se refiere, según la RAE, al “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”.

Pero la extensión de la palabra es tan amplia que comprende una gran variedad de definiciones. Por ello, a lo largo de la historia, la filosofía ha abordado este concepto desde diversas perspectivas. Según Edgar Morales, “hay casi tantas definiciones de amor como filósofos han existido”. Platón, a través de Eros, nos despierta el lado físico, sensible, corporal, según el cual podemos entender el amor como el deseo que busca completar su significación. Aristóteles nos ayuda a descubrir el lado espiritual y personal de la palabra: encontramos nuestro yo más profundo a través de los otros, acercándonos de esta manera al concepto de amistad. Recordemos que, para el filósofo, “amor es desear al otro todo lo que se considera bueno, no por uno mismo, sino por el otro”. Ambas perspectivas se complementan con el concepto de Ágape, que nos acerca a la visión cristiana del amor fraternal y, ante todo, incondicional.

Desde un punto de vista social, distinguimos entre amor egoísta (orientado hacia la consecución del placer o bienestar individual) y amor altruista (basado en el interés social o colectivo). Sin embargo, esta distinción provoca controversia: el altruismo y la generosidad pueden considerarse sinónimos en determinados contextos y no implican obligatoriamente una relación interpersonal entre los sujetos que los experimentan y el resto del colectivo. En otras palabras: podemos ser generosos con personas a las que no conocemos, con las que no hemos creado un vínculo afectivo.

Si la propia definición de “amor” es compleja, más complicado es entender el proceso de enamoramiento. Para la Literatura, solo existen tres grande temas: amor, vida y muerte. Los dos últimos citados giran en torno al primero. En muchos casos, la lejanía o imposibilidad de alcanzar al ser amado convertía el concepto de amor en realidad. En esto precisamente consiste la herencia del amor cortés literario: Es el reflejo de una manera de concebir el mundo que entronca directamente con la vertiente platónica de la filosofía; solo amamos aquello que se aleja de nuestras posibilidades. El amor, por consiguiente, es entendido desde esta óptica como un proceso de búsqueda, pero no de encuentro y, por tanto, deja de tener sentido en el instante en el que el ser amado es capaz de responder a la petición del amante. Opuesto a este concepto y presente también en la literatura, encontramos el amor místico, que alcanza su realización mediante la unión espiritual entre los amantes y que establece un claro paralelismo con el amor sexual en cuanto a fórmulas, tópicos y objetivo: fusión de dos seres para alcanzar la unidad.

La literatura nos muestra también cómo a lo largo de la historia el amor ha sido considerado una enfermedad cuyos síntomas eran fácilmente reconocibles: pérdida de apetito, insomnio, sudoración, taquicardia, necesidad obsesiva de ofrecer nuestros logros cotidianos y la consecución de nuestras metas al ser amado. Nuestro Quijote sufre la enfermedad del amor, encarnado éste en la imagen idílica de Dulcinea.

En esta andadura literaria del concepto, tampoco podemos olvidar el desenlace trágico, el amor frustrado, que conducía a la locura o al suicidio. La figura de la mujer ha jugado un papel determinante dentro de los clichés literarios. Pertenece a nuestro imaginario colectivo la instantánea de Melibea mientras se lanza al vacío al saber que ha perdido a su amado o el bello cadáver de Ofelia que flota plácidamente en el agua adornado con flores. El retablo de la mujer hermosa, joven y muerta, como consecuencia de una tragedia amorosa, se ha convertido en un clásico para el mundo de la pintura y del cine. Podemos echar un vistazo a los cuadros de la escuela prerrafaelita, por ejemplo, y repasar algunas de las mejores películas de nuestros tiempos para comprobar que existe una clara relación entre Literatura y Vida. En esta misma línea, el movimiento romántico surgido en el siglo XIX, perfiló el concepto como forma de vida: sin amor era imposible alcanzar un estado de auténtica plenitud y en ausencia de éste la vida dejaba de tener sentido. La muerte se convertía en la única salvación. Los héroes románticos pasearon con orgullo su culto exacerbado al sexo, reivindicaron la libertad y el individualismo por encima de cualquier otra premisa y nos dejaron un legado tan valioso que pervive actualmente en cualquier faceta artística.

Por otra parte, con respecto a la ciencia, podemos encontrar distintas vertientes. En primer lugar, la bilogía considera las relaciones de pareja como un estado evolucionado del instinto de supervivencia; la neurociencia hace especial hincapié en el hecho de que el cerebro segregue una serie de sustancias que actúan de manera similar a las anfetaminas y estimulan el centro de placer del cerebro. Sin embargo, la antropología delimita tres fases que abarcan desde el impulso sexual hasta el cariño o apego, siendo esta última etapa la que permite la existencia de una continuidad en las relaciones siempre que el deseo sexual no desaparezca. La antropóloga Helen Fisher, en su libro ¿Por qué amamos? destaca dos factores importantes: la cultura y el momento. Insiste, además, en que el impulso sexual puede derivar en amor de índole romántica y que se caracteriza por la atracción sexual, la necesidad de compartir gustos e intereses, la exclusividad y cierta dosis de posesión (lo que Fisher denomina “vigilancia de pareja”). Resulta curioso, según la antropóloga, cómo el ser humano es capaz de odiar y amar al mismo tiempo a la misma persona sin que ello conlleve, necesariamente, ningún tipo de trastorno psicológico en la conducta. Según la célebre antropóloga, ambos conceptos son la cara y la cruz de una misma moneda.

Por presentar tantas variantes diferentes y ser estudiado desde distintos enfoques, el amor es considerado como el pilar que sustenta las relaciones interpersonales. Sin embargo, al margen de la diversidad de significados que entraña la palabra, el ser humano suele identificar tres conceptos como sinónimos aunque realmente no lo son: Querer, enamorarse y amar. Las últimas tendencias en psicología subrayan que la principal causa de nuestros “fracasos emocionales” tiene su origen en la confusión y el desconocimiento de estos tres términos.

Queremos, según el psicólogo Walter Riso, cuando proyectamos sobre los demás la responsabilidad de cubrir nuestras carencias afectivas o “vacíos emocionales”. Por eso, si el otro no es capaz de cumplir nuestras expectativas, nos sentirnos decepcionados y solos. Resulta interesante recalcar este aspecto porque la soledad, individual o compartida, se ha convertido en una de las grandes epidemias de nuestro siglo. El hombre moderno arrastra el estigma de que triunfan aquellos que viven en compañía y termina, en muchos casos, renunciando a sus anhelos y deseos más profundos para alcanzar un estado de felicidad compartida que solo existe de una manera aparente, pero no real. Paradójicamente, la necesidad de que nos quieran, así como el precio que estamos dispuestos a pagar por ello, termina alejándonos de la propia realización personal y, en definitiva, de la felicidad. Aunque la imagen que proyectamos de cara a la galería sea justo la contraria.

Por otra parte, muchas de las relaciones de pareja concluyen porque el ser humano se empeña en identificar enamoramiento con amor. Ambos estados no son excluyentes, sino complementarios, pero en muchas ocasiones las relaciones se acaban cuando finaliza la fase de enamoramiento, de pasión exacerbada. Por el contrario, la duración del amor puede ser ilimitada y, aunque debe contener el deseo sexual que caracteriza al enamoramiento, sólo amamos de una forma real cuando nos sentimos plenos, realizados y satisfechos con nosotros mismos. Solo si somos cómplices de nuestro propio bienestar emocional podremos contribuir al bienestar de nuestra pareja.

Por tanto, es fácil enamorarse porque siempre encontraremos en factores externos un reflejo de nuestro lado más bello, de aquello que anhelamos ser o disfrutar y sentiremos una fuerte atracción física por alguien. Por el contrario, el proceso de amar es mucho más complejo. Como apuntaba Erich Fromm, “el amor es un arte, una acción voluntaria que se emprende y se aprende”. Nuestra capacidad de amar no depende del otro, sino de nosotros mismos, de nuestra manera de concebir el mundo que nos rodea, de adaptarnos a él y aprender a disfrutarlo. Y es precisamente ahí donde reside el problema: En la aceptación de que la responsabilidad de ser feliz es una tarea individual. Por consiguiente, cada vez que volcamos nuestras frustraciones en otra persona dejamos de amar. Amamos cuando entendemos el verdadero significado de la palabra independencia y somos capaces de apreciar, en nosotros mismos y en el otro, virtudes o cualidades reales, no idealizadas. Como expresaba magistralmente Pedro Salinas en su libro La voz a ti debida, la clave para aprender a amar consiste en descubrirle a otro ser humano cualidades que ni él mismo sabe que tiene, pero que nosotros vemos porque, previamente, hemos sido capaces de vernos. “Es que quiero sacar de ti tu mejor tú/ese que no te viste y que yo veo”. Dicho de otro modo: solo cuando aprendemos que nuestra propia vida es lo más valioso que poseemos, somos capaces de descubrir la grandeza del ser humano en los demás. Entonces podremos respetar, admirar y compartir la felicidad que entraña formar parte de una unidad armónica. Porque el auténtico amor es un proceso de autodescubrimiento que nos permite compartir el placer de encontrarnos y merece la pena alcanzar las más altas cotas en este arte. Ya lo dijo el maestro Ovidio: “Todo amor grande encierra una pasión por lo Absoluto”.

Ángela María Ramos Nieto es Profesora de Lengua castellana y Literatura.

 

 

Educación pública, cultura y democracia en España.

Al igual que la Vetusta de Clarín, nuestro heroico país dormía la siesta. Esta vez, tras una nueva resaca futbolera, no consiguió despertarlo el último escándalo de corrupción. “Hacía la digestión del cocido de la olla podrida, y descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de campana de coro”. Mientras, en los medios de comunicación,  llovían fusiles disfrazados de palabras con los que se derribaba letalmente el argumento del contrario, por el simple hecho de ser diferente. Nuestros políticos seguían llenándose la boca con la palabra democracia, pero España era el segundo país de la Unión Europea  con menos alumnos en aulas públicas. La Educación volvía a parecerse a ese oscuro desierto sobre el que tanto costó edificar tras la década de los 70, en el siglo XX.

   Nuestro país se ha convertido en un crisol de desconciertos e incoherencias en el que, paradógicamente, florecen aplausos por doquier cada vez que se menciona la figura de Lorca, Machado, Neruda o García Márquez. El asesinato del dramaturgo granadino o el exilio del profesor  sevillano están  en auge, aunque algunos libros insistan en que aquello no ocurrió,  gracias a la inmediatez con la que se acumulan los  artículos o las fotografías sobre la vida de estos. Tristemente, los grandes maestros del arte y de la palabra  solo son recordados,  por  una gran parte de la sociedad, como “héroes políticos”. Se han transformado en  la campaña publicitaria perfecta para promocionar un nuevo concepto de política bajo la premisa del “todo vale”. Pero, los  espectáculos también  tienen un fin: La brillante ejecución de muchos titiriteros mediáticos, de afilada pluma partidista, concluye cuando les invitas a asistir a un recital de poesía o a una obra de teatro de su tan aclamado escritor. Muchos, no solo declinan la invitación,  ni siquiera muestran el más mínimo interés por el evento cultural. Y así, el telón cae de golpe.

 Al hilo de lo expuesto, hace poco, me paré  ante la reflexión de mi amigo, el compositor David Hurtado: “Dejen ya de inundar las redes sociales con citas  de autores que, probablemente, ni siquiera han leído. El mejor homenaje que podemos hacerle a un escritor es leer su obra”. Y el desplante más terrible es politizarla sin conocerla, pensé yo. Porque tener  “memoria histórica” es importante  para no repetir los errores del pasado. Pero si contribuimos  a que se sigan fusilando ideas, la “memoria histórica” se convierte en fachada o demagogia. En definitiva, pura hipocresía oportunista.

Cuando yo leí mi primer poema de Neruda era una niña. Recuerdo que me quedé absorta. No era capaz de articular palabra. Nada me importaba  si la persona que lo había escrito era blanca, negra, mujer, hombre, y, mucho menos, cuál era su ideología política. Lo único que yo deseaba era seguir leyendo otros muchos textos suyos. Entonces entendí que los escritores pasaban a la Historia gracias a  su creatividad, un concepto que actualmente carece del respeto que debería poseer. Hoy nos empeñamos, erróneamente,  en reforzar  aquello que nos iguala y nos aliena, convirtiéndonos en obreros al servicio del sistema, en lugar de aprender a compartir y descubrir en el otro aquello que nos diferencia, que nos hace necesarios e irrepetibles.

 A medida que fui creciendo, descubrí la manera en la que muchos escritores habían dibujado, desde una perspectiva crítica,  una sociedad que muy pocos tuvieron la valentía de entender. Ellos habían llevado la palabra Cultura hasta las más altas cotas. Pero, en pleno siglo XXI, el desprecio por la Cultura y las constantes trabas para acceder a ella son  la tónica imperante. Parece que se nos olvida  lo absurdo de elogiar a un cadáver (aunque sea el del propio García Márquez), si al mismo tiempo menospreciamos   a los docentes de este país tan masacrado por la manipulación mediática.

Hace un par de meses, trabajé el documental Las maestras de la República  con mis alumnos. El paralelismo con la realidad actual es terriblemente  sorprendente. Cada día se “depuran”, de manera metafórica, profesores,  en nuestra querida Escuela Pública. Lo grave de este asunto es que esta “depuración”  no solo la realiza el Gobierno mediante los constantes recortes en derechos, el ninguneo administrativo o los  cambios de leyes  en las que no se tiene en cuenta ni la realidad de las aulas ni a los profesores.  La  perversión reside en que  la peor “depuración” de la Escuela Pública  la realizamos nosotros, como sociedad. Permitimos y justificamos agresiones verbales y físicas  en las aulas, silenciamos actitudes sexistas, hacemos la vista gorda ante las situaciones de acoso y cuestionamos  la labor del profesorado. En muchas ocasiones, los docentes tienen que justificar  su trabajo ante aquellos padres que miran con recelo las bajas calificaciones de sus hijos mientras señalan a los profesores como únicos y auténticos “culpables”. Por otra parte, la tasa de paro o los infinitos  traslados de compañeros interinos que han  obtenido la máxima calificación en un concurso-oposición, parece no importar lo suficiente. Esto sí debería ser noticia a diario.

 En la Escuela Pública, además de ejercer nuestra profesión, se nos  acumulan infinidad de tareas que realizamos, con empeño, pero  para las que no hemos opositado. Muchos de nosotros no somos ni psicólogos, ni médicos. Aún así, de manera intuitiva y con ayuda de la pedagogía, intentamos “remediar” las carencias educacionales o afectivas que nuestros alumnos traen desde casa. Pero necesitamos cada vez mayor número de herramientas que la propia sociedad nos niega. Se trata de un trabajo que realizamos desde la voluntariedad, al margen del nuestro: la docencia. Y lo hacemos con el máximo respeto, aunque requiera horas de nuestro tiempo que no están registradas en ningún documento. Todo ello, mientras nos cuesta el dinero enfermar.  

¿Qué nos impulsa entonces a seguir trabajando? Pues, precisamente, la necesidad de llevar la obra de los grandes maestros de la Cultura  a todos los hogares posibles. Porque  no es solo nuestro deber, sino el mayor privilegio del que puede gozar un docente con vocación. Más aún: el primer requisito sobre el que debe sustentarse una praxis política auténtica. El germen de esa necesidad se  encuentra en algo que no podrán arrebatarnos ni los recortes, ni el desprecio por la Educación que se respira en España. Se llama “Alma”. Ahí reside el  pilar de la Escuela.

“Alma, María, alma”, repetía el pedagogo Cossío a María Sánchez Arbós. Esta mujer, maestra y   gran desconocida para muchos, ha sido un ejemplo de lo que hoy definiríamos como Educación de calidad. Su legado, junto con el de tantos docentes republicanos, ha permitido que  nosotros  podamos tener derecho a una Escuela  y  que luchemos   por ella.  Las maestras de la República hicieron real el concepto de Solidaridad, la base de cualquier estado democrático, gracias a una apuesta firme por renovar  la Enseñanza  desde los cimientos  para cambiar la sociedad. Y lo consiguieron porque no era cuestión de tiempo, sino de creer de verdad en ello. La Escuela  era entendida como “una reunión de almas que conviven para hacerse felices unas a otras”. Para crear una Escuela había que “formar, independizar, sostener y fortalecer su alma”.  Por ello, la Segunda República inició un modelo de aprendizaje basado en la creatividad y en la innovación, palabras que suponen un auténtico reto para nuestra sociedad, tal y como subrayan destacados expertos en Educación. Ken Robinson, educador y conferencista británico, afirma en la actualidad: “No podemos incentivar la pasividad, el conformismo y la repetición. (…) La mayoría de los ciudadanos malgastan su vida haciendo cosas que no les interesan realmente, pero que creen que deben hacer para ser productivos y aceptados. Solo una minoría es feliz con su trabajo, y suelen ser quienes desafiaron la imposición de la mediocridad del sistema. Son quienes se negaron a asumir el gran error anticreativo: creer que solo unos pocos superdotados tienen talento. (…) Todos somos superdotados en algo. Se trata de descubrir en qué. La educación debe enfocarse a que encontremos nuestro elemento: la zona donde convergen nuestras capacidades y deseos con la realidad”.

 Nuestras reivindicaciones, en pleno siglo XXI,  por una Escuela Pública digna, persiguen el mismo objetivo que arrancó con fuerza en la República: una Educación que sea capaz de brindar los mismos derechos para todos. Como subrayó María Sánchez Arbós, es imprescindible educar en la Igualdad para que no se pierda “un solo talento por falta de oportunidades”. Para ello, se aplicó una  pedagogía flexible que ayudara a compaginar la mente y el corazón. Además, la Enseñanza se basaba en un modelo práctico que debía formar alumnos preparados para el futuro, con un pensamiento crítico e independiente. Como apunta Carmen García Colmenares, “La escuela no tiene que adoctrinar sino que tiene que formar”.  En plena República, aparece el lema “Más escuelas y mejores maestros”.

  En este ámbito  surge también el concepto de Coeducación, en el que reside el motor del aprendizaje para  la convivencia en  sociedad. Las palabras “tolerancia, “respeto” y “paz” adquirieron  un significado pleno que, por desgracia, hoy estamos perdiendo.

Por tanto, la labor de la República  ha dejado una honda huella en los que defendemos una Educación de calidad. Sus paradigmas siguen estando más vigentes que nunca entre aquellos que pretendemos dignificar la Enseñanza. Porque cada alumno debe ser capaz de descubrir que posee una sabiduría interior innata  y que debe compartir su visión del mundo con los otros.

 Entonces, ¿qué función cumple la Escuela con respecto al ámbito político? Resultan esclarecedoras las palabras de  María Sánchez Arbós: “Si yo quisiera expresar lo que era para mí la política, no sabría. Yo creía en la Cultura. Amaba mi profesión y me entregaba a ella con afán. Esto era Política: el deber de llevar a las escuelas el ideal de Solidaridad”.  De sus reflexiones, recogidas en diversos documentos, no solo se desprende que la Educación es el pilar de la  praxis política, sino que esta última no existe como tal  mientras no se dignifique la labor del docente y de la Escuela. Si la política es el arte de gobernar los estados, ¿de qué estado hablamos cuando no se apuesta por los valores creativos, la solidaridad, el esfuerzo y el razonamiento crítico? ¿Realmente podemos hablar de un  concepto de sociedad  evolucionada si despreciamos las reflexiones ajenas? Sin Educación, no puede surgir el germen de un estado verdaderamente democrático. Por tanto, un país que no respeta a sus docentes, está condenado al fracaso en todos sus ámbitos. Es más, cualquier tipo de praxis política no es real, es  solo una quimera.

Cuando empecé mi labor como profesora,  recopilé los textos y reflexiones de mis alumnos en un libro, que además también está ilustrado por ellos, cuyo  título es El latido del aula. Quería que las distintas voces de mis alumnos se escuchasen. Me encargué del tema de la maquetación, me puse en contacto con la editorial y pude registrar el libro.  No me importó costear la primera edición con mi dinero. Además, los beneficios económicos estaban destinados a la Asociación Nacional del Discapacitado. Después de terminar el proyecto, no solo no hemos recibido ningún tipo de subvención por parte de la Consejería de Educación para las sucesivas ediciones  sino que, pese a poseer ISBN y Depósito Legal, la propia Consejería  no lo reconoce como una publicación de interés social.  Si las voces de los alumnos no tienen interés social, ¿qué lo tiene entonces? ¿Qué futuro estamos construyendo?  

Desde la docencia, no me cansaré de luchar, tanto por ese proyecto como por otros muchos. Y seguiré teniendo presente a María Sánchez Arbós: “Cuando todo español no solo sepa leer sino que tenga ansias de leer y de divertirse leyendo, habrá una nueva España”. Pienso que cuando seamos capaces de escuchar  las voces de los otros, habremos dado el primer paso para una auténtica democracia.

 

 

Ángela Ramos Nieto. Profesora de Lengua castellana y Literatura.

Gabriel García Márquez o el poder de la palabra.

Apenas tenía veinte años cuando mi profesor de Literatura Hispanoamericana, Alfonso García Morales, nos pidió una reflexión sobre la obra Cien años de Soledad. Hasta ese momento yo solo conocía algunos de los libros de García Márquez: Crónica de una muerte anunciada, Relatos de un náufrago, Doce cuentos peregrinos y El coronel no tiene quien le escriba. Pero me resultaba una auténtica aventura adentrarme en un universo tan plural como el que yo intuía que nos presentaría esta novela del Premio Nobel. Aunque no creía que estuviese preparada para abordar una obra de semejante magnitud, el reto me encantó y lo acepté. Dos semanas más tarde, el libro se encontraba en mi mesita de noche, junto a una extensa bibliografía recomendada, lleno de miles de anotaciones, cientos de palabras subrayadas y muchos  enigmas por descifrar. Tras leerlo, me encontré con la reinvención de la Biblia narrada desde el Génesis hasta el Apocalipsis; descubrí, no solo la historia de Colombia, sino  el amplísimo cosmos hispanoamericano: el crisol de culturas,  la lucha por el poder, la neocolonización llevada a cabo por el capital extranjero y  las guerras de Latinoamérica, entre otros. Entonces entendí por qué Carlos Fuentes se había referido a este libro como “El Quijote americano” y empecé a tener conciencia de la diversidad de interpretaciones que existía para esta obra que funde  la mejor técnica narrativa con los elementos simbólicos más transgresores de la poesía. Natali Mel Gowland no pudo expresarlo mejor en su estudio: “Cuando recorremos Macondo en su extensión espacial y a lo largo de sus cien años de vida, nos encontramos con una ciudad a medio camino entre lo maravilloso y lo real, entre lo cotidiano y lo imposible, hasta al fin adentrarnos en una realidad inventada, total y autónoma, que no es otra cosa que un microcosmos de Latinoamérica”.

 

   Al hilo de lo expuesto por Marcela María Raggio en su magistral ensayo, es el carácter mágico, junto con  la amplísima simbología,  lo que confiere una unidad no solo a este libro sino a toda la obra de García Márquez. Él sabía desde el principio lo que quería: “Tenía la idea de escribir una novela que lo contase todo”. Aunque ya había publicado con éxito cuatro novelas, su mujer  y él atravesaban serios problemas económicos.  Aun así, a los 38 años de edad, Gabo dedicó 18 meses de su vida a esta gran obra. “Y otro libro sería cómo sobrevivíamos Mercedes y yo con dos hijos en ese  tiempo en que no gané ni un centavo”.

 

  Cien años de Soledad no es solo una obra excelente desde un punto de vista lingüístico; total, en cuanto a la infinidad de sus temas;  cerrada y completa, con respecto a personajes, desarrollo y estructura. Más allá  de lo expuesto, traspasa los límites de la historia y la literatura para convertirse en una filosofía de vida y una profunda reflexión sobre la identidad humana, que se define y se reinventa a través del lenguaje. La crónica de los Buendía supera con creces la recreación bíblica y  se alza como la Historia capaz de narrar cualquier historia. Nace a través de la sensibilidad de un visionario que recuerda la casa de su madre en Aracataca, un pueblo convertido en 1950 en un espacio sin lugar ni tiempo, el escenario real de Macondo. Por otra parte es el recuerdo de la niñez de Gabo y un homenaje  a los cuentos de sus antepasados. Pero, sobre todo, es un compromiso con la humanidad que no tiene precedentes en la narrativa en lengua hispana. Hay un fragmento en el libro que es la clave de todos los estudios posteriores que se han realizado sobre identidad y lenguaje: La peste del insomnio y la peste del olvido.  Como muy bien expone Elizabeth Montes Garcés en Los olvidados de Cien años de Soledad, “la palabra y el silencio, la memoria y el olvido, lo masculino y lo femenino se enfrentan en esta lucha sin cuartel durante la peste del insomnio, enfrentamiento que solamente se resuelve con la llegada de Melquíades”. Rebeca introduce los síntomas de la peste. Los habitantes de Macondo ya no recuerdan a los miles de huelguistas asesinados por la irrupción de la compañía bananera, ni las casas pintadas de azul, como símbolo del  imperialismo capitalista  que devasta la aldea. El lenguaje inicia su proceso de desarticulación para concluir con la destrucción de la realidad. Resulta esclarecedor al respecto este fragmento de la obra:

 

“Así, continuaron viviendo en una realidad escurridiza momentáneamente capturada por palabras, pero que había de fugarse cuando olvidaron los valores de la letra escrita”.

 

La peste del insomnio es la metáfora del discurso de los marginados que, por carecer de memoria, están condenados a olvidar inevitablemente el significado de las palabras y, por tanto, forzados a perder su identidad. La enfermedad que Rebeca contagia a los habitantes de  Macondo es la misma que sufren hoy millones de personas en el mundo: seres humanos a los que se les arrebata el derecho a conocer su historia mientras se impone un modelo de vida que los priva  de libertad para pensar; seres humanos a los que se les niega el conocimiento de la palabra escrita y, por tanto,  el acceso a la educación y a la cultura.  Vivimos en un mundo que nos  condena a olvidar. Solo el lenguaje, convertido en realidad concreta a través de las diferentes lenguas, puede rescatarnos de esta enfermedad. Tenemos el derecho de conocer la importancia de la palabra para tomar nuestras propias decisiones y construir nuestra identidad. Gabo ha hecho presente su reflexión sobre este tema en la mayoría de sus discursos mediante guiños recurrentes a los lectores. Por ejemplo, en su ensayo Botella al mar para el dios de las palabras:

 

“A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: ‘¡Cuidado! ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?’. Ese día lo supe”.

 

Nebrija afirmó en el prólogo de la gramática castellana que publicó en  1492: “La lengua  fue compañera del Imperio y de tal manera lo siguió”.  Sin embargo, García Márquez nos demuestra que la palabra es capaz de  adelantarse al Imperio e inventar la propia realidad. Por tanto, el lenguaje es el único medio para salvarnos del mayor estigma: el olvido que conduce a la deshumanización y a la soledad.

 

 

Ángela María Ramos Nieto. Profesora de Lengua castellana y Literatura.

Dos mil años de poesía.

Dos mil años de poesía.

*Comunicación elaborada por Rocío Arana Caballero y Ángela María Ramos Nieto, dirigida por Begoña López Bueno e incluida en las actas del Congreso Universitario  Internacional UNIV’2000.

Las razones que los hombres tienen para escribir son muy diversas, fluctúan a lo largo de los siglos y frecuentemente no están claras, ni siquiera para los poetas más conscientes. Algunos nos cuentan que el yo libre y solitario escribe a fin de superar la mortalidad y con un único objetivo: enfrentarse a la grandeza, al Absoluto…

Nuestro destino es la vejez, la enfermedad, la muerte, el olvido…, pero nuestra esperanza común, impulsada por el anhelo de trascender los límites, apunta a diversas formas de supervivencia. “La poesía busca formulaciones cuyos términos no pueden alterarse ni reemplazarse y que, por eso mismo, se resistan al olvido”[1]. Francisco Rico explica detalladamente cómo el autor de un poema va creando una red de vínculos que se ajustan a un complejo proceso de reiteración y que se concreta en numerosos aspectos del poema: rima, patrones acentuales, recursos fónicos o ingredientes semánticos. La reiteración equivale a una insistencia y, antes aún, es la fórmula para asegurar  perdurabilidad, fluidez, coherencia e identidad del poema. Pero además, la buena poesía también realza multitud de elementos que en la prosa y en el lenguaje diario aparecen sólo accidentalmente; de este modo consigue así transformar el lenguaje arbitrario en un lenguaje motivado. Aristóteles explica, por ejemplo, que el poeta llamará a la tarde “vejez del día” porque la vejez es a la vida como la tarde al día.

Como aclara Begoña López Bueno en su libro Templada lira[2], “la historia de la literatura es la historia de los significantes”, porque la concreta organización de éstos produce una determinada significación, a partir de la cual el lector crea “un mundo de sentidos proyectados” que enriquece el potencial significativo del texto.

Pero la interpretación del lector va a estar siempre influida por su nivel de lectura y su bagaje cultural. Esto propiciará que  profundice más o menos en el texto y que haga énfasis en unos aspectos del mismo o que obvie otros. Desde la libertad que posee el lector, éste puede a veces malinterpretar dicho texto, desvirtuando su significado original, ya que resulta difícil conseguir “el ajuste entre los dos sistemas sincrónicos diferentes: el del autor y el del lector”.

En muchas ocasiones, un poema es leído a la luz de una tradición clásica, porque el lector entiende que esta tradición ha conseguido el preciso ajuste de todos los elementos del lenguaje para expresar una verdad que el paso de los años no impide seguir reconociendo como reveladora. Por tanto, la tradición poética refluye sobre cada poema: el lector no solo cuenta con hallar en un texto poético ciertas convenciones y procedimientos singulares sino que, además, tiene la esperanza de descubrir las cualidades a que los grandes poemas le han acostumbrado. En consecuencia, como afirma Harol Bloom en su libro El canon occidental, “un poema se ve necesariamente obligado a nacer a través de obras precursoras”. Porque “la tradición no es solo una entrega de testigo o un amable proceso de transmisión: es también una lucha entre el genio anterior y el actual aspirante, en la que el premio es la supervivencia literaria”.[3]

Por otra parte, al hilo de la reflexión que hace López Bueno,  nos resulta interesante destacar que el lector, desde su perspectiva anacrónica, tiende a ver la literatura como “reflejo”, “cuando en realidad es más bien agente: vehículo de ideologías, de sentimientos, denuncia para desmontar la oficialidad vigente, etc…”[4]

A lo largo de la historia de la literatura han venido barajándose distintas teorías o propuestas para dar cuenta del fenómeno de la creación poética. Platón defiende la figura del poeta-profeta y su capacidad innata para crear. Según el filósofo, el poeta es una especie de demiurgo y la creación, una especie de trance místico. Para Aristóteles, en cambio, el poeta no es más que un mero artífice que imita la realidad a través de la técnica.

En la Edad Media, los poetas se sentirán identificados con la teoría aristotélica e intentarán, por tanto, imitar o reflejar la naturaleza, dado que ella misma ya ha sido creada perfecta por Dios. La poesía se convierte en el espejo de un mundo teocéntrico. Buen ejemplo de ello son Los milagros de Nuestra Señora, de Berceo, que surgieron con el propósito de familiarizar a los laicos con las devociones y doctrinas religiosas en auge.

El Renacimiento supone un cambio en la mentalidad del poeta: ya comienza a reflexionar sobre la individualidad del acto creador. Pero, al mismo tiempo, también  valorará la técnica y el aprendizaje, además sentirá la necesidad de conocer los textos clásicos latinos. Uno de los poetas claves de esta época es Garcilaso de la Vega, que representa el prototipo del poeta laico y cosmopolita. Garcilaso aprovechó con creces su corta vida, legándonos la mejor obra lírica del siglo XVI. Encontró en Isabel de Freire la musa que precisaba todo cortesano hacedor de versos. Si Garcilaso encarna el modelo del cortesano descrito por Castiglione, su amada representa el ideal femenino de aquella época. El tema del collige, virgo, rosas, original de Ausonio, encontró en manos de Garcilaso la mejor formulación renacentista. El poeta combina perfectamente la descripción de la dama, con la incitación al goce de la juventud y la sentenciosa enunciación del paso del tiempo:

Coged de vuestra alegra primavera

el dulce fruto, antes que el tiempo airado

cubra de nieve la hermosa cumbre.

 

Marchitará la rosa el viento helado

todo lo mudará la edad ligera

por no hacer mudanza en su costumbre.

 

La tercera Égloga de Garcilaso ejemplifica muy bien la filiación de  éste con su tiempo, con las ideas clasicistas que imperan en la época que le tocó vivir. De hecho, toda esta Égloga no es más que un texto metapoético, en el que Garcilaso reflexiona sobre el arte haciéndose eco del tópico formulado por Horacio ut pintura poiesis. La poesía debe describir como la pintura y eso hace el poeta al describirnos los tapices que bordan las cuatro ninfas salidas del Tajo. La naturaleza aporta las materias primas (oro y seda) para el arte, materias que deben ser trabajadas como un diamante en bruto. Éste era otro tópico que expresaba el ideal renacentista: ars naturam adiuvans, es decir, la colaboración del arte con la naturaleza. Podríamos formularlo como si se tratase de una ecuación: la naturaleza y la técnica conforman el arte.

Ya desde Petrarca existe la idea de concebir una obra literaria que el mundo considere inmortal. Este concepto se desarrolla maravillosamente en los sonetos de Shakespeare. Así, uno de sus mejores biógrafos, el francés Edmon Gose, escribe sobre él:

El don que hace a Shakespeare único entre los poetas de la tierra y que explica la amplitud, la vivacidad y la coherencia sin par del vasto mundo de su imaginación es la cualidad que Coleridge denominó su “omnipresente presencia creadora, su aptitud para observarlo todo, para no olvidar nada, para combinar impresiones de una variedad compleja y definida y para saber darles forma y expresión.

Harold Bloom considera que Dante, al igual que Shakespeare, merece ocupar un lugar privilegiado dentro de la enorme saga de poetas que forman parte de la tradición occidental, debido a su agudeza cognitiva, energía lingüística y enorme poder de invención.

Situado cronológicamente en la segunda mitad del siglo XVI, San Juan de la Cruz representa la cumbre de la poesía mística española. Constituye, además, todo un ejemplo de síntesis entre la tradición literaria hispánica y los nuevos cauces de poesía procedentes de Italia. El reformador carmelita se sirve para sus composiciones de metros tradicionales como el romance y de moldes garcilasianos como la lira. Dámaso Alonso, en su obra La poesía de San Juan de la Cruz, defiende la teoría secular, según terminología de Hatzfeld. Basándose en la larga tradición española de “tratar a lo divino” temas profanos, el crítico y poeta estudia la estrecha deuda que la poesía de San Juan tiene con la de Garcilaso y con la lírica popular. Tópicos como “la caza de amor”, “la fuente” o el elemento pastoril tienen cabida en sus glosas. He aquí  una muestra:

Tras un amoroso lance

y no de esperanza falto,

volé tan alto, tan alto,

que di a la caza alcance.

 

Un pastorcico sólo está penando

ajeno de placer y de contento,

y en su pastora puesto el pensamiento,

y el pecho del amor muy lastimado.

 

Qué bien sé yo la fonte que mana y corre,

aunque es de noche.

 

 Según Dámaso Alonso, San Juan busca modelos profanos para expresar su experiencia mística porque ésta en sí misma es inefable, inexpresable y sólo puede pintarse a través de imágenes, muchas de las cuales pertenecen al amor profano y a Garcilaso. Pero hay una segunda razón, aún más importante, por la que San Juan no tiene reparo en hacerlo: la creación poética en sí no consistía una meta para él. La poesía no era un absoluto, sino un cauce para llegar al Absoluto, para expresar mínimamente lo inexpresable:

Entre todos los artistas en frenesí se adelanta sereno, imperturbable, un hombre que avanza recto, no burila, no le importa la perfección formal(…), no se detiene a coger una flor en su camino(…) Este hombre no es un artista, pero supera- aun en el arte que no se propuso-a esos grandes artistas.[5]

Digámoslo sin miedo: el arte, en sí mismo, no era nada, no significaba nada para él. Dios lo llenaba todo.[6]

Otro crítico y poeta moderno, Jorge Guillén, se detiene a reflexionar sobre la poesía de este místico. Según él, la poesía para San Juan:

No llegó a ser nunca la tarea eminente, sino algo superabundante surgido de una vida consagrada al afán religioso cuyo nombre pleno no es otro que el de santidad. A la cumbre más alta de la poesía española no asciende principalmente un artista, sino un santo.[7]

Por otra parte, si bien es verdad que aprovecha el caudal garcilasiano, el lenguaje poético de San Juan “realiza una auténtica depuración de la lírica iniciada por Garcilaso”, según Juan Luis Alborg, aunque San Juan no intensifica los cultismos o complica el lenguaje, sino que simplifica la estructura sintáctica y devuelve “a cada palabra, sencilla y clara, algo así como su pureza matinal”.[8]

Tras esta pincelada sobre san Juan, haremos un breve comentario sobre la figura de Lope de Vega. Quizá lo más destacado de su estilo literario fue su versatilidad. Se inspiró en todo tipo de temas sacados de la Biblia, las leyendas, el romancero, la mitología o la historia. Al respecto escribe López Estrada:

“Lope no pudo sentir la historia como erudición, para él todo era pasión, materia que podía fundir con su vida para convertirla en comedia”.[9]

El teatro de Lope representa una rebeldía contra las normas clásicas que imperaban durante el Renacimiento y aún en su época, en medios intelectuales. Lope se despreocupa de las reglas de la unidad, mezcla en una obra risas con lágrimas, nobles con criados, situaciones dramáticas con la figura del gracioso. Por todo ello, recibe encarnizadas críticas desde las cátedras aristotélicas  y a todas ellas responde con un poema escrito en endecasílabos, que se publicó en 1609 con el título de Arte nuevo de hacer comedias. En esta obra expone su propia poética:

Lo trágico y lo cómico mezclado

y Terencio con Séneca, aunque sea

como otro minotauro de Pasifae

harán grave una parte, otra ridícula,

que aquesta variedad deleita mucho.

Buen ejemplo nos da naturaleza

Que por tal variedad tiene belleza.

 

Son de gran importancia los dos últimos versos, porque nos dan la clave del pensar y sentir de Lope. Éste, a su vez, recoge la idea del poeta italiano Serafino Aemilino, que escribió este verso: “Per molto variar natura è bella”.

Con frecuencia se sitúa a Lope enfrentado a la teoría aristotélica de la mímesis y es cierto que se rebela contra las normas clásicas; pero, ¿en qué consiste imitar a la naturaleza? ¿Acaso ésta observa la regla de las tres unidades? ¿Acaso separa lo trágico de lo cómico?

Adelantándose a su tiempo, Lope de Vega tiene una visión romántica de la naturaleza, una naturaleza que es bella a pesar de sus contrastes, o mejor dicho, que es bella porque es variada. La naturaleza clásica de ríos cristalinos y espesura fresca, inmóvil, no es más que un tópico y una idealización. Y es que Lope tiene una visión de la naturaleza como un todo heterogéneo, porque el propio hombre barroco lo es: es un hombre aprisionado eternamente entre dos mundos, una antinomia viviente, una paradoja hecha carne. El hombre barroco vive acuciado por el amor a la belleza y la pasión por lo grotesco, entre la atracción por el pecado y una religiosidad extrema. Como escribe García Morejón, en esta época el hombre es un “animal religioso”.[10] En cuanto a animal, está lleno de vida, de instintos, de movimiento y, como religioso, su mirada apunta a la única verdad que perdura, a lo alto…Ya lo dijo el mismo Lope de Vega: “loco debo ser, pues no soy santo”.

Quevedo, testigo excepcional del momento barroco, reacciona en su obra como hombre de su época y presenta mejor que cualquier otro su complejidad y diversidad. En él se hayan representados los sentimientos más contradictorios del ser humano que, por su profundidad psicológica, pueden hacerse extensibles a los hombres de todas las épocas. De ahí su modernidad y el valor universal de sus expresiones, que reflejan el alma de un ser atormentado consigo mismo y con cuanto lo rodea. La poesía amorosa de Quevedo representa un modo de trascender la realidad. Paradójicamente, Quevedo, con su insistente antifeminismo, con sus burlas crueles contra la mujer, es uno de nuestros máximos poetas amorosos. Más aún: el mayor de todos lo proclama Dámaso Alonso. El poema  Amor constante más allá de la muerte es el mejor resumen del sentimiento amoroso quevediano:

Cerrar podrá mis ojos la postrera

sombra que me llevare el blanco día,

y podrá desatar esta alma mía

hora su afán ansioso lisonjera;

 

mas no, desotra parte, en la ribera,

dejará la memoria, en donde ardía:

nadar sabe mi llama el agua fría,

y perder el respeto a ley severa.

 

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,

venas que humor a tanto fuego han dado,

médulas que han gloriosamente ardido,

serán ceniza, más tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

 

 

Las tornas cambian de nuevo durante el siglo XVIII, el siglo de la razón, de las luces, del afrancesamiento, del enciclopedismo y de la subordinación a las normas aristotélicas. Los valores supremos son la razón, la verosimilitud y el equilibrio.

Sin embargo, ya en la segunda mitad de este siglo aparecen manifestaciones de sensibilidad que se apartan de los cánones neoclásicos. Estas tendencias preludian ya el Romanticismo. Especial trascendencia tuvo dentro de estas manifestaciones el movimiento alemán Sturm und Drang. Se revaloriza el sentimiento y se crea una literatura confesionalista que, por otra parte, sigue siendo mímesis o imitación del interior del poeta. Esta sensibilidad continúa enla primera mitad del siglo XIX, ya en pleno Romanticismo. F. Bouterwek, autor de una Historia de la poesía y de la elocuencia  desde el fin del siglo XVIII (1805), considera como autores románticos a Tasso, Ariosto, Shakespeare, Cervantes y Calderón de la Barca, es decir, autores inscritos en una tradición literaria diferente de la neoclásica. Schlegel también incluye en este canon a Dante, el genial autor de la Divina comedia.

En el año 1818 Sthendal declaró:

“Soy un romántico furioso, es decir, estoy por Shakespeare contra Racine y por Lord Byron contra Boileau”.[11]

Los ingredientes del sentir romántico son éstos: reacción de protesta contra la etapa anterior y evidentemente contra la literatura neoclásica; domino del corazón sobre la razón, rebeldía y búsqueda de libertad, una desazón melancólica que lleva al romántico a sentirse maldito, a hermanarse con Satán y a admirar a los tipos marginados, como el bandido y el pirata. Y, cómo no, el concepto de “genio creador”. La concepción romántica del yo y el universo está influida por el filósofo alemán Fichte. Para éste, el Yo constituye la realidad primordial y la fuente absoluta de todo saber. Para los románticos, el espíritu humano constituye una entidad humana dotada de actividad y que tiende al infinito. El romántico español por antonomasia es Gustavo Adolfo Bécquer, el genial creador de Rimas y Leyendas. Aunque para una parte de la crítica su poesía no reúne todas las características que se aprecian dentro de este movimiento, él encarna en sí mismo el ideal de hombre romántico: enfermizo, promiscuo, cargado de necesidades económicas, enamorado de una ilusión más que de una mujer concreta, casado por despecho y, evidentemente, plagado de problemas matrimoniales…

En la segunda de sus Cartas literarias a una mujer concentra su teoría poética, tratando de otra manera lo que ya había dicho de forma magistral en tan solo tres versos:

¿Qué es poesía?

¿Y tú me lo preguntas?

Poesía…eres tú.

Al hilo de lo expuesto, podemos intuir el concepto que Bécquer tiene del poeta mediante sus propias palabras, incluidas en la Carta II:

“Todo el mundo siente. Solo a algunos seres les es dado guardar, como un tesoro, la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que éstos son los poetas. Es más, creo que únicamente por esto lo son”.

Andando el tiempo, dentro del  canon occidental, de este canon poético que van forjando los siglos y depura la historia, también habrá un lugar destacado para Whitman. El atractivo de éste reside en que enseñó a ver y a nombrar lo que no había sido visto o nombrado anteriormente. Así lo reconoce el propio Neruda:

“En Europa se ha pintado todo, se ha cantado todo, pero no en América. En ese sentido Whitman fue un gran maestro. (…) Nos enseñó a ver las cosas. Fue nuestro poeta”. [12]

Whitman destacó por su originalidad. La medianoche se convierte para él en un momento de epifanía y al entrar en la noche encarna, de manera consciente, al Jesús norteamericano:

En vano me atravesaron las manos con clavos

recuerdo mi crucifixión y mi sangrienta coronación

recuerdo a los que se burlaban y los insultos

abofeteándome

el sepulcro y la sábana blanca me han delatado

estoy vivo en Nueva York y San Francisco

de nuevo recorro las calles después de dos mil años.

 

El Jesús de la religión norteamericana no es el hombre crucificado ni el Dios de la ascensión, sino el hombre resucitado que pasa cuarenta días con sus discípulos. En su poema Los durmientes adopta la actitud visionaria de un profeta hebreo:

Yo vago toda la noche en mi visión

andando con pasos leves, caminando deprisa y

parándome sin ruido,

inclinándome, con los ojos abiertos, sobre los ojos

cerrados de los durmientes.

Comenzamos a leer a Whitman adecuadamente cuando vemos en él un retorno a los tiempos de la antigua Escitia, a los extraños curanderos demoníacos que se sabían poseedores o poseídos por un yo mágico u oculto. Por eso es el poeta de la religión norteamericana de estos tiempos. Incluso puede decirse que existe una estrecha relación entre él y San Juan de la Cruz. En uno de los poemas más famosos del americano, el alma o su naturaleza desconocida abre las puertas para que la muerte abrace al yo real. El modelo de ambos, es bien sabido, remite al Cantar de los Cantares de Salomón.

Uno de los más directos herederos poéticos de Whitman es el chileno Neruda.

Neruda es un poeta romántico, que pone toda su ambición en provocar y reproducir en sus versos la marcha impetuosa de su sentir”.[13]

Ambos se dirigen a las multitudes, aunque las metáforas de Neruda mezclan al Quevedo del Barroco con el Surrealismo. El ritmo poético del chileno no es otra cosa, según Amado Alonso, que “los pasos con que se ordenan linealmente las intuiciones que dan salida y forma al sentimiento”.[14] Pero “la poesía nunca es mero sentimiento”; incluso la visión del mundo de un autor-insiste Alonso desde la estilística- es también una “creación poética”.

Y en esa línea puede decirse que sentimiento, pensamiento y fantasía tienen dentro del poema su propia historia. Carlos Drumond de Andrade, en uno de sus más bellos poemas sobre la esencia y el origen de la poesía, advierte que ésta no debe ser buscada en los acontecimientos o incidentes personales, ni en el gozo o dolor realmente sentidos. La confesión inmediata de los sentimientos aún no es poesía:

No escribas versos sobre acontecimientos.

No hay creación ni muerte para la poesía.

La vida es para ella un sol estático.

No calienta, ni alumbra.

Las afinidades, los aniversarios, los incidentes personales no cuentan.

No hagas poesía con el cuerpo.

Ese cuerpo excelente, completo y confortable, tan hostil a la efusión lírica.

Tu gota de bilis, tu careta de gozo o de dolor en lo oscuro son indiferentes.

Ni me revelan tus sentimientos, que se prevalen de equívocos e intentan el largo viaje.

Lo que piensas y sientes aún no es poesía.[15]

 

La poesía mora en el reino de las palabras-“allí están los poemas que esperan ser escritos”-y allí tendrá que buscarla el poeta, sabiendo que su poema es una creación, un acto intencional, no una confesión. Rara vez un poeta, en cualquier literatura, tuvo tan lúcida conciencia de la ficción poética como Fernando Pessoa. Ante la idea romántica del poeta confesionalista, que confiesa sus vivencias en su poesía, Pessoa fue acusado de insincero. Pero él sabía que la sinceridad de corazón, la sinceridad psicológica, carece de valor en el plano de la creación poética:

El poeta es fingidor.

Finge tan completamente

que llega a fingir dolor

cuando de veras lo siente.

El dolor fingido, el dolor que figura en el poema, aunque se base en un dolor real, no se identifica con él. La autenticidad de la poesía no se subordina a la sinceridad del corazón, ni el poeta como creador a los incidentes personales y sentimientos que se producen en él en cuanto hombre.

Para concluir, queremos hacer hincapié en el carácter liberador que encierra la poesía. Porque hay nociones y experiencias que solo a través de la poesía pueden evocarse, y hay licencias que solo los poetas pueden permitirse. Únicamente el poeta tiene el poder de deformar la sintaxis de una lengua y que ésta deformación resulte bella. Según González Iglesias, la diferencia entre poesía y lenguaje común está en que “el poeta convierte la palabra en una aventura absoluta”.[16]

Jakobson creía que la poesía era un uso del lenguaje, pero Dámaso Alonso da la vuelta a esta opinión y afirma que la poesía es el lenguaje en su plenitud. A este respecto escribe González Iglesias que “en ella el poeta no representa a nadie. Dice. Su felicidad, su miedo, su ternura son los nuestros. Su voz es la nuestra. Por eso es un emblema de humanidad. Por eso escribir poesía o leerla o escucharla constituye una de las mejores maneras de ser humano”.[17]

La palabra hace al hombre y la palabra hace libre al hombre. Quizás con esta idea en la mente escribiría el poeta Antonio Gamoneda estos versos:

Algo más puro aún

que el amor debe

aquí ser cantado.

Ese orden invisible

es

la libertad.[18]

 

 

 

 

 

 



[1]  Rico, Francisco. 1000 años de poesía española. Barcelona, Planeta, 1999.

[2] Cfr. López Bueno, Begoña. Templada lira. Cinco estudios sobre la poesía del Siglo de Oro. Granada, ed. Don Quijote, 1990.

[3] Cfr. Bloom,Harold. El canon occidental. Barcelona, Arco-Libros, 1995.

[4] López Bueno, Begoña. Templada Lira.

[5] Alonso, Dámaso. Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos. Madrid, Gredos, 1962.

[6] Ibidem.

[7] Guillén, Jorge. San Juan de la Cruz o lo inefable místico, en Lenguaje y poesía. Madrid, Ed. Española. 1962

[8] Alborg, Juam Luis. Historia de la literatura española. Madrid, Gredos, 1970.

[9] López Estrada, Francisco. “La arcadia de Lope en la escena de Tirso”, en el Número extraordinario de la revista “Estudios” dedicado a Tirso de Molina, Madrid, 1949.

[10] García Morejón, Julio. Coordenadas de lo barroco. Paulo, Facultade de Filosofía, Ciências e Letras.

[11] Sthendal. Correspondece. París, Divan. 1934

[12] Cfr. Bloom, Harold. El canon occidental. op.cit.

[13] Caballero, María .Letra en el tiempo. Sevilla, Kronos-Universidad, 1998.

[14] Alonso, Amado. Poesía y estilo de Pablo Neruda. Buenos Aires, Sudamericana.

[15] Citado por Aguiar e Silva. Teoría de la Literatura.Madrid, Gredos.

[16] González Iglesias, J. A. “Poesía en palacio. XI velada”. Tomado de la revista Noticias de la real biblioteca, Madrid, julio-septiembre, 1999

[17] Ibidem.

[18] Ibidem.