Cuando el periodismo pierde su nombre.

 

*Artículo editado en abril de 2016.

Tarde o temprano iba a pasar. Se veía venir. Ya nos radiografió perfectamente como sociedad Alejandro Amenábar en su película Tesis. No hay nada más rentable que hacer caja con las miserias humanas y, a mayor dosis de dolor, más satisfechos nos sentimos de digerir cualquier detalle al respecto: Desde la madre de un presunto asesino (o cómplice de asesinato) hasta una persona con un pasado terrorista cuya banda armada se ha cobrado la vida de más de 800 personas.  En esta nueva era le llamamos información y periodismo a cualquier cosa, aunque poco o nada tenga que ver con alguno de los dos sustantivos. Me estoy refiriendo, concretamente, al programa que La Sexta Televisión emitirá esta noche. Llevan ya una semana promocionándolo en las redes sociales y no me queda la menor duda de que será un nuevo éxito de audiencia para la cadena. Esta tarde asistiremos a la entrevista de un señor con pasado terrorista que ha estado en prisión por ese motivo. Sí. Algunos lo llaman “preso político” porque otra de las novedades que acarrea esta nueva era es la invención de un sinfín de eufemismos o construcciones eufemísticas. Y también, como muy bien explica el catedrático Félix Ovejero en el artículo que le dedica, porque es posible llamarlo así, ya que las ideas que conducían a este sujeto y a otros tantos a matar eran de índole política. Curioso también, como destaca Ovejero en su artículo, que en un contexto democrático no se considere  agravante matar por ideas políticas. Más allá de que esto, muchos lo han recibido de la misma forma que recibirían a un héroe. Algunos líderes de la “nueva política” también le han dado la bienvenida por su salida de prisión y se han referido a él como “hombre de paz”.

Más de 800 cadáveres dejó tras de sí la ideología política de “este hombre de paz”. Más de 800 cadáveres en democracia… Escalofriante dato. Pero ahora todo apunta a que tiene muchas papeletas para convertirse en lehendakari, aunque una sentencia lo inhabilite para ejercer un cargo político hasta el año 2021. Él está encantado con el recibimiento que “le han hecho los suyos” y advierte en los distintos medios de prensa escrita que han recogido sus declaraciones que será “el lehendakari más peligroso”.

Que un periodista entreviste es un derecho y, al mismo tiempo, una obligación. De eso no me cabe la más mínima duda. Pero otra cosa muy distinta, que nada tiene que ver con el periodismo, es que “el supuesto periodista” se haga una foto posando con el entrevistado, en actitud cordial, mientras pasa su brazo por el hombro del mismo. Esa es la imagen que se nos está vendiendo durante toda la semana: el reflejo de la cordialidad y, podría decirse también, de la amistad. Esa instantánea es la antesala de la entrevista. Tal y como suele decirse, a veces, una imagen vale más que mil palabras.

¿A favor de la información siempre? Por supuesto. Jesús Quintero nos ha ofrecido distintos tipo de entrevistas a personajes de muy diversa índole. Pero para que exista periodismo auténtico hay que analizar otros factores que muchos pretenden que silenciemos. De ahí que al entrevistador de esta tarde (el señor Jordi Évole) le siente tan mal recibir algunas críticas. Desgloso algunos puntos:

En primer lugar: el contexto. No es lo mismo realizar una entrevista a un político dos años después de unas elecciones que hacerlo justo antes de las mismas. Otegi, el entrevistado de esta tarde, no es solo noticia por su salida de la cárcel y por su pasado. Es, ante todo, noticia en España por su “presunto futuro” dentro de la política. Y es justo en ese punto donde surge la crispación. Que nadie nos venda la moto. Si algo ha demostrado Otegi es precisamente su inteligencia. Él sabe que nada vendría mejor para su propaganda política que una hora de entrevista en uno de los programas con mayor audiencia. Los que nos están vendiendo esta entrevista lo saben perfectamente. Aquí nadie es tonto ni ingenuo. Más allá de las leyes, la ética nos dice que ante los casos de corrupción se debe dimitir. Porque entendemos que existe un código ético por el cual cualquier persona con responsabilidad pública debe dar ejemplo. Entonces, ¿alguien me explica qué clase de ejemplo ofrece una persona con un pasado vinculado a una banda terrorista que ejerció el crimen en plena democracia?   Pero  subrayo que uno de los factores que genera crispación no es la entrevista en sí misma, sino el contexto. Otegi ha encontrado en el programa de esta tarde el trampolín perfecto para relanzar su carrera política tras su salida de prisión. Y, para ello, cuenta con el apoyo de la persona que lo entrevista. No hace falta escuchar el programa para saber la línea que adoptará porque ya existe la foto.

Otro de los puntos más importantes en cualquier sociedad que se precie de ser democrática es el respeto por todas las víctimas de cualquier tipo de terrorismo. No distingo entre víctimas de primera o de segunda clase porque cada una de ellas han perdido el bien más importante que posee cualquier ser humano: la vida. Por tanto, la misma repulsa me produce saber que se asesina en nombre del fascismo como del independentismo, del machismo o de cualquier religión. Aquellos que diferencian entre víctimas de primera y víctimas de segunda no son demócratas. En absoluto. No lo son. Ayer precisamente pude leer en el Twitter de la Asociación de Víctimas del Terrorismo en España la siguiente afirmación que reproduzco literalmente en referencia a la entrevista que se va a emitir esta tarde: “El domingo, por desgracia, tendremos que volver a ver cómo se le da espacio televisivo a un condenado por terrorismo”.  

Vivimos unos momentos convulsos. Hace poco todos éramos Bruselas. Atentados como ese provocan un desgarro emocional  en nuestra memoria colectiva. Incluso hay periodistas que, intentando llegar al trasfondo del terrorismo yihadista, cuestionan reiteradamente en muchos de sus artículos la existencia de “presuntos cómplices” en dichos atentados. En esos casos, el material audiovisual resulta fundamental. Se buscan fotos, vídeos, fechas…Todo es válido para establecer conjeturas porque eso fomenta el pensamiento crítico. Y, estemos de acuerdo o no, consideramos totalmente lícito y hasta necesario cuestionar el trasfondo. Entonces, ¿Por qué Jordi Évole se molesta cuando alguien sugiere o afirma que está apoyando a Otegi?  ¿Es acaso un periodista el único capaz de ejercer la libertad de expresión?  ¿No tenemos derecho, en un contexto democrático, a oponernos a que un contenido se emita por considerar que se vulnera el respeto de las víctimas? ¿Quién dice que un periodista pueda  abrazar al sujeto  protagonista de la noticia sin que sea cuestionada su actitud?

 

 

Una película de patriotas y demócratas.

 

*Artículo publicado en prensa en el año 2016.

Hoy quiero dedicarles unas líneas a aquellos que se autodefinen como  “patriotas y demócratas” mientras te cierran la boca, a la primera de cambio, con un “tú qué vas a saber” o “tú de eso no entiendes”.  Y es que en el país del rebuzno colectivo a cualquier cosa se le llama patria y a cualquier actitud: “talante democrático”. Porque, al no existir respeto, ya todo vale. Afortunadamente, todavía quedan plumas como la de Fernando Aramburu para demostrarnos con su última obra que el concepto de “patria” nada tiene que ver con lo que muchos ladran.

Unamuno, Baroja, Machado, Valle-Inclán… Esa generación del “dolor por España” fue de las más acertadas en retratar las múltiples mentiras y vicios que se ocultan tras la careta “patriota” de este país. Más de un siglo después, seguimos sufriendo la misma barbarie ejercida por los que convierten en desprecio todo lo que les resulta diferente o ajeno a sus intereses.

El tema ya es bastante antiguo. Estos “patriotas” son los mismos que aconsejan cerrar las heridas del pasado mientras niegan una Ley de Memoria Histórica que respete a las víctimas del franquismo en España. Los mismos que hacen mutis por el foro cuando nos unimos a una petición realizada en apoyo a las víctimas de ETA. Pero, también, los mismos que tienen la desvergüenza de utilizar a dichas víctimas cuando lo consideran oportuno. Los mismos que usan la Ley de Seguridad Ciudadana para rebuscar en un basurero llamado Twitter mientras hacen la vista gorda cuando una mujer recibe insultos y  amenazas de muerte. Los mismos que te enumeran las atrocidades  cometidas en nombre del Comunismo, pero consienten que exista una Fundación Francisco Franco que hace apología del Fascismo. Los mismos que no dicen ni mu ante los sobresueldos y la corrupción del partido que ha batido el récord en España, pero llevan a la perfección el recuento de incoherencias cometidas en otros partidos políticos. Los mismos que aplauden subvenciones  del Estado, si éstas van destinadas a algún padrino que les pague el bautizo de su niño. Los mismos que atacan el cine español porque un día al año los actores deciden vestir de Armani para una gala, porque los trabajadores denuncian públicamente que la Cultura no recibe el apoyo que debería o,  simplemente, porque  les parece mala la  última película que han visto en el cine (si es que la han visto). Por este último detalle ya sería conveniente, según ellos, retirarle las subvenciones. Y te lo dicen a la cara sin sonrojarse. Con un par. En ese instante ya no se acuerdan del argumento de “hay que respetar a la mayoría”. No se acuerdan de que este año han pisado las salas de nuestros cines más de dieciséis millones de españoles: Muchos más que los que han votado al partido mayoritario en las urnas. Tampoco se acuerdan de que Cine y Literatura a veces van de la mano y que, en esta etapa de analfabetismo generalizado, no hay mayor apuesta por la Democracia que la Educación y la Cultura.

Quieren que se les reconozca como la nueva generación de “patriotas y demócratas”. Aunque lo de “nueva” es solo por la edad: muchos de ellos apenas alcanzan los cuarenta años. Sin embargo, la ausencia de una mínima argumentación en sus discursos es más vieja que el hilo negro; el mismo populismo que aprecian en los demás, su única bandera y coraza. Son expertos en ver la paja en el ojo ajeno, pero nunca la viga en el propio. Tienen un máster en el arte del disimulo si se dedican a la  pseudoescritura. Y es que mediante sus panfletos saben adiestrar bastante bien  a la cuadrilla ignorante  que los sigue.

 

Ángela María Ramos Nieto. Profesora de Lengua castellana y Literatura.

 

 

En tierra de nadie.

Hace tiempo que me levanto cada mañana con el desasosiego de quien no tiene patria ni nombre, con la sensación de vivir en tierra de nadie. Mientras, observo cómo mi país se convierte en un puzle de piezas inconexas que sólo tienen en común el llanto, la carencia de diálogo, la desesperación, la rabia... Mi profesión, desde hace siete años, es impartir clases de Lengua castellana y Literatura en la Enseñanza Pública. Sí, soy una de esas funcionarias que habita un espacio hostil, para muchos; un paraje desconocido, por otros; y ese lugar tristemente vilipendiado desde hace décadas por la clase política. En mi trabajo siempre he encontrado una mano amiga, muestras de afecto por parte de mis alumnos y el respeto, en muchas ocasiones, de aquellos que observan cómo el futuro de sus hijos navega sin rumbo fijo a pesar de que yo, y otros muchos compañeros, no podemos evitarlo. Vivo, por tanto, en tierra de nadie. Y pienso, honestamente, que ser profesora de Lengua en España se ha convertido en una misión imposible.

¿Cómo explicar a los alumnos que habitamos un espacio en el que las palabras han perdido por completo su función dentro de la vida pública? ¿Cómo explicar que los conceptos “compromiso”, “dignidad”, “esfuerzo”, “honestidad”, “lealtad” y  “cultura”  son palabras vacías en nuestra realidad cotidiana? Cada día nos desayunamos con discursos en los que se acumulan significantes carentes de todo significado: patada directa a la lingüística en toda regla. Y lejos de continuar aquella premisa definida por García Márquez (construir la realidad mediante palabras), nos dedicamos a destruirla con conceptos que no sólo no la definen, sino que la enmascaran. En nuestros bosques ya no florecen rosas, ya no brotan palabras. Hemos sido los mayores pirómanos. En sólo unos años hemos arrasado la tierra fértil por la que nuestros antepasados han luchado durante décadas: la Igualdad.

 

Sí, es muy complicado que un adolescente llegue a comprender el significado de la palabra “compromiso”. Es complejo que entienda aquello de que “un hombre vale lo que vale su palabra” mientras contempla a diario cómo la clase política practica en su vida profesional justo lo contrario de lo que pregona en sus campañas electorales. De la misma manera, es muy difícil explicar el significado de la palabra “dignidad” mientras miles de personas están siendo desahuciadas de sus casas por no poder hacer frente a una hipoteca, convirtiéndose así en los mártires de esta situación perversa. ¿Y qué decir del “esfuerzo”? Durante años hemos podido comprobar cómo en España se lograba un salario bien remunerado sin  acabar la ESO, mientras aquellos que se esforzaban en concluir estudios universitarios veían, tras muchos años de lucha, un futuro más que desalentador que hoy se ha convertido en una realidad espeluznante. Con respecto a este tema, resultan bastante ilustrativas las palabras de un alumno en clase hace un par de años: “Profesora, no quiero esforzarme en sacar los estudios. Mi padre no estudió. Ha ido trabajando en todo aquello que le ha salido y nos ha ido muy bien. Es verdad que ahora está en el paro y dicen que es por esto de la crisis. Pero mi tía tiene dos carreras universitarias y no creo que trabaje nunca. Al menos, aquí, en España, tengo claro que no”. Ante tal afirmación no tuve más remedio que guardar silencio. No encontraba palabras...Es muy angustioso para una profesora de Lengua no encontrar palabras que ayuden, que fortalezcan, que calmen, que despierten alguna esperanza en este panorama desolador. Pero es más duro, si cabe, comprobar que tu voz, junto con la de muchos compañeros de profesión, no sólo no se escucha sino que se silencia. Porque aquellos que deberían callar son precisamente los únicos que gritan y acrecientan un caos violento que sólo genera más y más violencia. Desde mi humilde puesto de docente, contemplo cómo se fusilan palabras: “honestidad, “solidaridad”, “respeto”, “tolerancia”, “cultura”...Y se concluye con el tiro de gracia para la única palabra que puede devolvernos la esperanza: “libertad”.

No podemos permitir que esta situación se prolongue. Cada vez que se cambia una palabra por un cheque sin fondo, cada vez que se fusila una palabra, estamos obligados a morir en tierra de nadie.

 

Ángela María Ramos Nieto. Profesora de Lengua castellana y Literatura.

España contra España: el insulto como seña de identidad

*Artículo publicado en prensa en 2013.

 

Hace poco, el vocablo “chorizo” traspasó nuestras fronteras y colocó  la corrupción española en el punto de mira de la prensa internacional. “Nos roban, nos saquean. Los chorizos que nos gobiernan se llevan el poco pan de nuestros hijos y de todos los millones de españoles como yo. Pero los ricos son cada vez más ricos. No hay justicia, no hay cárcel para esta gentuza”. Estas eran las palabras de la dueña de una pequeña librería  con la que hablé, antes de que cerrera su negocio. Sin embargo,  podían ser las palabras de cualquiera de nosotros.

Al emplear el término “chorizo”, los ciudadanos subrayamos nuestra indignación ante el  brutal tijeretazo de unos derechos que han sido ganados, gracias a la democracia, después de décadas de lucha. Con el aumento indiscriminado en la tasa de paro, el menosprecio, y hasta la ridiculización, de la labor docente e investigadora, la impotencia de los que apostamos por un sistema democrático y una gestión política transparente fermenta por segundos. El do de pecho en esta farsa  lo constituye el  trueque inhumano de vidas por terrenos construidos. Lágrimas en silencio ante las cifras de muertos por los desahucios, gritos y testimonios pocas veces televisados, golpes indiscriminados a los nuevos delincuentes: ciudadanos cuyo único delito ha sido solicitar una hipoteca para que su familia pudiera tener un techo. En este panorama, surgen voces nuevas que claman ante la indignación colectiva en nuestro día a día cotidiano, tanto en el ámbito privado como en  manifestaciones y  redes sociales.

 Desde el habitual “sinvergüenza”, pasando por el  vocablo  “canalla”,  un largo etcétera de calificativos inunda cada día nuestra realidad  y refleja el sentir de un país que no encuentra otra forma más acertada de manifestar su cabreo ante semejante salvajada.

 Establecer un debate sobre si el uso de determinados vocablos y expresiones  es el adecuado o no, mientras la fuerza del opresor se cierne sobre los  desamparados, tendría la misma lógica que cuestionar la mordedura de un perro que ha sido golpeado hasta la saciedad. Resultaría fácil, apelando al sentido común, ver la relación  causa-efecto como algo natural.

Pero, al margen de las expresiones con las que denunciamos la barbarie de los que consideramos nuestros opresores, esas personas a las que nosotros hemos elegido libremente en las urnas para que nos representen,  existe un problema del que no se habla y cuyo trasfondo supera con creces la realidad española que “aparentemente” nos divide en “vencedores” y “vencidos”: Hemos  convertido el insulto en la seña de identidad de nuestro país. Vamos repartiendo coces a diestro y siniestro. No solo no toleramos las opiniones ajenas, sino que criticamos la manera de actuar del resto de los ciudadanos desde una postura de superioridad que trunca cualquier posibilidad de diálogo.  Es imposible escuchar la expresión “yo voté al PP”  sin que alguien responda: “Tú eres tonto de baba” o “eres un fascista”. El más simple de los comentarios nos hace descargar nuestra ira con alguien que es exactamente igual que nosotros, pero al que ya ni siquiera reconocemos como tal por el simple hecho de pensar de forma distinta o haber ejercido su derecho al voto de manera libre. España se vuelve contra España, los españoles lapidamos verbalmente al primero que no comulgue con aquello que pensamos. Hemos convertido nuestra ideología, nuestras opiniones y nuestra manera de concebir el mundo en un santuario al que el resto de los ciudadanos debe rendir pleitesía.  

  Para una gran mayoría, solo existe el blanco o el negro con el que Lorca pintaba esa atmósfera asfixiante de la dictadura en su magistral obra La casa de Bernarda Alba.  Observamos nuestro mundo a través de la mirilla de nuestra pequeña puerta, sin atrevernos a salir al rellano para hablar con nuestros vecinos, esos incautos que solo saben hacer ruido a deshora y que no merecen ni un simple saludo en el ascensor. Pero, paradójicamente, nos parece insultante y retrógrado que nuestro presidente no responda a determinadas preguntas.

Ríos de tinta sobre la situación de España… ¿Existe realmente una democracia o nuestro gobierno nos hace retroceder hacia una dictadura encubierta? El debate queda abierto. Para muchos, vivimos una época que provoca miedo; no solo por los acontecimientos  presentes, sino por el futuro incierto que nos acecha. Sin embargo,  a mí ya no me asusta  que nos roben nuestros derechos y que no tengamos las agallas suficientes  para reconquistarlos, tampoco me sorprende que no plantemos  cara a un gobierno que miente en su programa electoral; ni siquiera me escandaliza  que no exijamos, con la perseverancia necesaria, una modificación en las leyes, para usar nuestro derecho a manifestarnos, para construir una España realmente demócrata, para unirnos en una lucha común, al margen de nuestras diferencias. Pero me provoca pánico que no tartamudeemos, que no nos tiemble la voz,  al despreciar las opiniones ajenas; incluso las de aquellas personas cuyo único delito es luchar por los derechos de todos,  por los de aquellos que arremeten desde distintos frentes a través de un silencio insultante o de un lenguaje soez, carente de todo sentido.

 Es muy peligroso que el insulto sea nuestro nuevo estandarte y que  se haya puesto de moda por parte de los que se autodenominan demócratas para dirigirse a los que también lo son. Resulta alarmante que los que afirman estar a favor de la democracia, aparquen la lucha social para perseguir el relevo de los que hoy nos gobiernan, repitiendo sus mismos pasos en una espiral perversa.  Son muchos los que aspiran a ideales políticos mientras dejan desatendidos sus puestos de trabajo, ignoran los problemas de sus compañeros, aparcan el diálogo y ejercen desde la calumnia basada en la más cruel demagogia.

Por ello, vislumbro la consecución de un país demócrata  como una línea cada vez más difusa e inalcanzable. Porque, cuando la ley del miedo se impone y la hipocresía nos derrumba;  cuando nos vestimos con colores éticos y políticos que, lejos de representar lo que somos, esconden nuestras intenciones, las preguntas que me asaltan son: ¿Contra qué luchamos realmente? ¿Quiénes son nuestros “enemigos? ¿Por qué y para qué pelear? ¿Qué queremos conseguir?

 Ya no nos unen  objetivos ni ideales; luchamos contra nuestros iguales, a los que consideramos inferiores o descerebrados, en un afán por subrayar nuestro individualismo y ejercer nuestro poder personal no solo sobre aquellos que consideramos  más débiles, sino contra todo aquel que pueda hacernos sombra en nuestro afán descabellado por acaparar  protagonismo.

Yo, que hasta el momento creía tener la suerte de haberme librado de la etapa más oscura de España, una etapa que por suerte no viví, tengo miedo. Y no precisamente miedo de aquellos que convierten en dogma la corrupción y que se regodean esclavizando al pueblo mientras rescatan bancos,  acumulan privilegios, saquean las arcas públicas y defienden a delincuentes. A ellos los veo venir. Tengo miedo de aquellos que, mediante la apología del insulto, la indiferencia, el silencio y el sectarismo más rancio, castigan las ideas ajenas y el derecho a la libertad de expresión mientras se autoproclaman enemigos del actual gobierno y  auténticos  salvadores  de esta España cada vez más decadente.

 

Ángela Ramos Nieto. Profesora de Lengua castellana y Literatura. 

Distintos pero iguales.

*Artículo publicado en prensa en 2013

Con la nueva ley del aborto en España,  las alarmas han vuelto a dispararse en Europa.  El periódico londinense The Times acusa a Rajoy de “abuso de poder” y argumenta: “Una sociedad constitucional no se inmiscuye en zonas de criterio personal que la mayoría de los ciudadanos considera que se tienen que decidir dentro de las familias. La ingeniería social  es una práctica de los gobiernos autocráticos”. En Italia, los titulares de los medios  hablan de  “vuelta al pasado de Rajoy”. Por otra parte, el diario francés Le Monde asegura que  se trata de “otra concesión al ala dura” del Partido Popular y “a las reivindicaciones del Episcopado católico”. Más contundente, si cabe, se muestra la prensa alemana: Die Welt afirma que “La ley del aborto es la constatación de que las restricciones en el derecho de manifestación aprobadas a primeros de mes (dentro de la ley de seguridad ciudadana) solo fueron un primer paso”.

Sin embargo, en España, pocas han sido las voces que han sabido rebatir con argumentos serios la nueva propuesta del ministro de Justicia. Resulta sorprendente  que un grupo de mujeres que se autodenominan feministas no encuentren una mejor respuesta para Gallardón que la que se ha disparado en  las redes sociales estos días: “Mi bombo es mío”. Pues claro que tu bombo es tuyo.  ¿Alguien puede dudar eso si conoce la historia de España?  Cada vez que leía la expresión un nuevo escalofrío me recorría el cuerpo… Entonces  mi mente revivía la historia narrada por distintas generaciones sobre una abuela o bisabuela actual  que, tras casarse, vivía en la España de la posguerra. Esa mujer que, como mula de carga, entraba en el corral –el espacio que existe aún en muchas casas antiguas- para lavar la ropa de toda la familia cuando solo le faltaban pocos días para parir,  sin poder apenas sostenerse en pie. Esa señora andaluza, cuando llegaba el calor, tenía que trabajar completamente sola de sol a sol en las tareas domésticas, mientras sujetaba a duras penas un cesto enorme repleto de ropa sucia y  sacaba un pañuelo  para intentar que el sudor no le entrase en los ojos. Ella entendía perfectamente que no solo era suyo el bombo de la colada, sino que también lo era el bombo que crecía en su cuerpo. Era la costumbre, la educación vigente en el momento y no quedaba otra que asumirlo con satisfacción o resignarse. Aquella mujer esperaba a que su esposo llegara de arar el campo, de tomarse una cervecita fresquita con los amigos del barrio o de tirarle los tejos a alguna muchachita de quince años que quizá hubiera tenido que apartarlo con un buen empujón o incluso un bofetón, si llegaba el caso. Y aquella abuela, entonces aún joven aunque arrugada por el sol,  terminaba de deshacerse en la cocina entre fogones: un poco de aceite, pan, patatas y huevos, en el mejor de los casos. Estaba rodeada siempre de tres o cuatro niños que le jalaban las faldas porque ya era tarde, el hambre los exasperaba  y el señor de la casa aún no había llegado.

 Su mirada ausente se clavaba en los azulejos de aquella cocina mientas los niños correteaban a su alrededor y  ella recordaba, con miedo, su  último aborto natural  causado por un exceso de esfuerzo, falta de descanso o una mala alimentación. Cuando había preparado la cena, sacaba dos sillas al patio: una para sentarse y la otra para colocar sus tobillos hinchados tras muchísimas horas de trabajo agotador.  En ese momento acariciaba  su vientre y, entre lágrimas, le pedía a Dios que su hijo naciese y que viniera sano.  Poco después solía llegar el señor de la casa. A veces le recordaba  que la mesa aún no estaba puesta; otras, le recriminaba  el minuto de descanso o simplemente se vanagloriaba de que el vientre de su mujer aumentase gracias a su buena simiente. En alguna ocasión  era ella la que, tímidamente, le preguntaba por su retraso en la cena. Entonces, él se volvía irascible, la acusaba de querer saber demasiado, la amenazaba con irse y dejarla sola con sus hijos y le recordaba que, gracias a él, tenían un plato que llevarse a la boca. Ella  se levantaba como si nada,  intentaba  mantener a duras penas el equilibrio y colocaba en la mesa cada plato con la máxima delicadeza para  no hacer ruido, mientras su esposo daba alguna cabezada durante el ritual de la cena.

Todos debemos conocer la historia de esta abuela porque, con algunas variantes,  no deja de ser la  historia de la mujer española. Quizá, en la actualidad, el marido de esta señora haya cambiado el arado por un puesto en una oficina. Es posible que nuestra protagonista ya no trabaje solo en la casa, sino que además tenga la “suerte” de tener un trabajo remunerado fuera de la misma.  Incluso puede que,  alguna chica, probablemente extranjera, realice en muchas ocasiones las mismas tareas domésticas que ella no tiene tiempo de ejercer aunque duerma una media de cinco horas al día. Posiblemente, el esposo comente en la oficina lo orgulloso que se siente de su esposa  y lo coordinados que están en el hogar ya que él “ayuda”, en algunas ocasiones, a poner la colada y además se encarga de la compra.  En pleno siglo XXI  hemos maquillado un poquito la historia: le hemos dado a la mujer la “libertad” de poder trabajar también fuera, hemos cambiado la actriz principal de la casa por una chica inmigrante y hemos conseguido, a duras penas, que el bombo de la ropa sucia no sea solo de ella, que sea de los dos, aunque solo de vez en cuando. Pero, realmente, ¿en esto consiste la igualdad en derechos entre hombres y mujeres o se trata de un proceso mucho más complejo?

Cuando leí el Diario violeta de Carlota, de Gemma Lienas, descubrí que mi perspectiva se abría  y que la realidad española  estaba todavía  a años luz del concepto de Igualdad. El libro parte de una premisa básica: invertir  los roles en situaciones de la vida cotidiana. Fue entonces cuando comprendí que los medios de comunicación nos bombardeaban a diario con sutiles mensajes cargados de sexismo, descubrí también que muchas mujeres se prostituyen a diario sin necesidad de practicar el sexo, entendí que las mujeres  seguimos demandando migajas de respeto y supe que el camino por recorrer era arduo.  En España, el lastre franquista ha dejado una honda huella que es difícil borrar y que  nos impide ver más allá de nuestra pequeña parcela. Así, muchas mujeres, que se consideran feministas, siguen repitiendo los mismos modelos machistas en los que han sido educadas y ese hecho, como subrayaba al comienzo del texto, se refleja en la  manera en la que nos expresamos. Mientras no queramos  asumir que la España naciente tras la Transición aún no ha roto el cordón umbilical con la dictadura franquista, será imposible hablar del inicio de un auténtico modelo progresista en España. Actualmente, para nuestros gobernantes y para un sector importante de la ciudadanía, el paro y la indigencia son solo esos fantasmas que llenan páginas en la prensa internacional, así como   un as que algunos magos de la Izquierda saben sacar de la manga para hacer demagogia. Pero la triste realidad es que muchos abuelos tienen que alimentar con sus pensiones a hijos, parejas de sus hijos y  nietos. De igual manera parece que, para nuestro gobierno, tampoco existen  esas  madres que recurren  a los juzgados porque el padre incumple con sus obligaciones (custodia, régimen de visitas, pensión por alimentos). Es por ello que la formación en Igualdad debe convertirse en una materia de suma importancia dentro de las aulas. La labor de la familia y de la escuela es ahora más necesaria y urgente que nunca. Es imprescindible que los adolescentes conozcan su cuerpo, aprendan a respetarlo y reciban una información sobre sexualidad que les permita ser personas seguras de sí mismas, con una capacidad crítica desarrollada. La escuela y la familia son el motor para impulsar a personas  autónomas, libres y formadas, así como el pilar básico de cualquier estado progresista. Sería imperdonable que un país desarrollado permitiera que la historia de la abuela que narrábamos al comienzo se siguiera repitiendo con un decorado diferente. Por eso,  aunque cada cuerpo es individual y nadie tiene derecho a intervenir en él sin nuestro consentimiento, en una relación de pareja “el bombo siempre es de los dos”. No permitamos que la gestación o el embarazo sean solo  asunto de mujeres. Si no entendemos que desde el proceso de gestación hasta el embarazo o la interrupción del mismo, la implicación en el asunto debe ser igual por ambas partes, estamos tirando a la basura la educación sexual, la información sobre los medios  anticonceptivos  y, sobre todo, estamos limitando el rol de la mujer a una faceta que debería estar superada desde hace décadas. Probablemente, a nuestro ministro de Justicia le interese más que nunca que “el bombo siga siendo solo nuestro”. Hagámosle saber que su ley sobre el  aborto es una falta de respeto a la dignidad de todos: hombres y mujeres que luchan cada día por una sociedad igualitaria.